Por snedecor
Pongamos que tienes veintimuchos, que juegas en un equipo de segunda (o tercera) fila y que tu máxima aspiración en esto del fútbol profesional ya sólo es juntar un dinerillo que, pasado el tiempo, al menos justifique el haber perdido los mejores años de tu vida corriendo detrás de un balón. Y pongamos también que un viejo compañero al que hace siglos que no ves se te acerca un día y te ofrece un pastizal por equivocarte en un par de jugadas de un encuentro sin demasiada trascendencia. La tentación está ahí, y los principios y las circunstancias de cada uno marcarán la decisión. ¿Qué hacer?
Simone Farina, defensa del Gubbio nacido en 1982, lo tuvo claro. Su historia es de sobra conocida: mandó a paseo a Alessandro Zamperini y sus 200.000 euros y denunció los hechos ante la Policía. Tirando del hilo, en pocas semanas se desmanteló toda una red de apuestas ilegales y amaño de partidos que salpicaba a la Serie B italiana (otra más) y que hundía sus raíces en el sudeste asiático, como toda buena mafia relacionada con esta industria que se precie. Un caso más, condenado a perderse en el olvido hasta que algún avispado pensó que el desconocido jugador podía convertirse en el símbolo de una pretendida limpieza que, a poco que se escarbe, parece que brilla por su ausencia.
Y dicho y hecho. Hoy Farina sigue temiendo las represalias de los delincuentes que ayudó a atrapar, pero gracias a su ejemplar comportamiento (y a la oportuna fecha en la que se destapó todo, a finales del año pasado) fue el invitado de honor de la FIFA en la gala del Balón de Oro, ha sido nombrado embajador del Fair Play y, salvo cambio de última hora, esta misma semana entrenará con la selección azzurra como premio a su honradez. Gestos que uno no sabe muy bien si son reconocimientos sinceros hacia él o simples campañas de lavado de imagen para quien los concede, pero que ahí están: el sistema ha convertido al rubio Simone Farina en ese héroe inesperado de humildes raíces y elevados valores que el fútbol necesitaba.
Serbia no es Italia
Por circunstancias de la vida, Dragisa Pejovic no ha tenido tanta suerte. Pejovic es, como Farina, otro anónimo defensa nacido en 1982; la diferencia es que él es moreno y ha desarrollado casi toda su carrera en el modesto Borac Čačak de la Primera división de su Serbia natal. Y esta última no es una cuestión menor: a juzgar por lo que cuenta Pejovic, cuando se trata de hacer trampas allí el que se te acerca no es un discreto ex-compañero; y, por descontado, en Serbia tampoco hay cordiales encuentros en cafeterías como el que Zamperini propuso a Farina. Pequeños matices que complican la decisión.
“He participado en partidos amañados. No porque quisiera, sino porque los directivos me obligaban: si no jugaba, no me pagaban. Los jugadores que se negaban a amañar resultados eran apartados del equipo”, ha confesado el serbio. “La noche anterior al partido te sacaban del hotel, te metían en un coche y te tenían horas dando vueltas. Te chantajeaban y te amenazaban con partirte los brazos y las piernas si no hacías lo que te decían”. Desengañado por todo lo que ha vivido en sus seis años y pico en el Borac Čačak, Pejovic milita ahora en un conjunto amateur y afirma que apenas tiene para subsistir. Al menos se siente libre y relativamente tranquilo, sensaciones desconocidas en su anterior equipo: “Cuando recibí ofertas del extranjero no pude irme porque gente del club me reclamó dinero para dejarme marchar”, declaró el jugador. “El último año fui agredido por un directivo, delante de mis compañeros, cuando le pregunté que cuándo íbamos a cobrar nuestros sueldos”.
Pejovic hizo estas impactantes declaraciones a principios de febrero en una rueda de prensa en la que FIFPro, el sindicato mundial de futbolistas, presentaba un informe en el que se denuncian los abusos, trampas, agresiones y demás irregularidades que parecen estar a la orden del día en el fútbol de la Europa del Este, y repasando las 180 páginas de este “Libro Negro” elaborado por el sindicato resulta difícil no creerle. Como en el caso de Farina, las autoridades no han tardado en tomar medidas ante semejantes acusaciones, pero para Pejovic no habrá ni glamourosos homenajes en Zurich ni palmaditas en la espalda del seleccionador nacional. Sus denuncias también acabarán en los tribunales, pero si nada lo remedia será él quien se siente en el banquillo de los acusados: la Federación Serbia le ha puesto una querella por manchar el buen nombre de su competición liguera. La FIFA, de momento, calla.
Habrá quien piense que Pejovic debería haber acudido antes a la policía, y quien vea en sus palabras una simple venganza por haberse quedado fuera del equipo y hasta un sucio intento de ganarse un dinero que no fue capaz de conseguir con el fútbol. Pero no debe ser lo mismo toparte con tu primera proposición indecente a los 29 años que jugar desde los 21 en un campeonato donde esas prácticas parecen casi institucionalizadas, como quizás tampoco la policía serbia pueda brindarte la misma protección y confianza que la italiana. Quién sabe si de haberse encontrado en la piel de Farina el serbio no hubiera reaccionado igual que el italiano, y viceversa. Pero por esos caprichos del destino, en esta película a Dragisa Pejovic le tocará desempeñar un muy secundario rol de mártir: el papel de héroe lo escribieron para otro. El fútbol (y la vida) es así.