martes, 31 de marzo de 2009

Historia de una mala idea

Por Pedro Sousa
La historia del Ciudad de Murcia (y sus efectos colaterales) es un huracán de nombres, estadios, aficiones y dinero. Una historia corta pero intensa que ha dejado un reguero de víctimas, un millonario y varios tópicos descerrajados por la fuerza de los hechos. La historia de una agitación continua que, en una década exacta, ha aprendido a mover corazones a golpe de talonario.

En 1999, Quique Pina perfecciona su maquinaria creando su propio club de fútbol, un hecho sin antecedentes. Por aquel entonces, Pina es un jugador amateur que ve las limitaciones de sus piernas y las posibilidades económicas que ofrecen los despachos. Mueve jugadores murcianos por clubes de la Región. Hace contactos y va llenando su cuenta corriente con pequeñas transacciones. Un intermediario de poca monta que vive de los campos de tierra. Hasta que conoce a Iván Helguera, se lo lleva del Rayo Cantabria al Manchego. Del Manchego al Albacete. De ahí a la Roma. Regreso al Espanyol. Fichaje por el Real Madrid y titularidad con la selección española. Una operación cojonuda, que le permite después figurar en el fichaje de Vieri por el Atlético de Madrid, en la llegada de Riquelme y Saviola al Barcelona y de Luque y Tristán al Deportivo.

La nave va viento en popa, pero puede ir mejor si elimina uno de los eslabones de la cadena. Así que se convierte en fabricante y distribuidor. En 1999 crea el Ciudad de Murcia y lo inscribe en Preferente. Juega en Murcia y Espinardo. Pina es jugador, entrenador y presidente. El club le permite fichar promesas, exponerlas como joyas en un mostrador y revenderlas con una jugosa plusvalía.

Los planes van mejor de lo previsto. En la temporada 2002-2003, el Ciudad de Murcia logra el más difícil todavía y asciende a Segunda División: mayor exposición y mejores traspasos. El equipo se mantiene y Pina sueña con hacer cosas aún más grandes. Invierte más de lo que gana porque su horizonte está en Europa, a pesar de no tener afición (2.000 espectadores), ni ciudad deportiva, ni campo propio (comparte La Condomina con el Real Murcia).

En 2006, en pleno boom del ladrillo, el presidente trata de pactar con las autoridades murcianas una operación urbanística con la coartada de construir su propio estadio e instalaciones. La idea se la ha dado Jesús Samper, máximo dirigente del otro club de la ciudad, que por entonces está ejecutando a las afueras de la ciudad la Nueva Condomina, un centro comercial y centenares de viviendas en altura.

La operación no recibe el visto bueno. Pina comprende que nunca lo tendrá. El Ciudad de Murcia cuenta con buenos jugadores: Güiza (Fenerbahçe), Goitom (Valladolid), Luque (Málaga), Iñaki Bea (Valladolid), Ayoze (Mallorca) y Héctor Font (Osasuna) son algunos de los que pasan por su plantilla. Sin ladrillos, Pina se ve obligado a traspasarlos. El equipo roza el ascenso en la 2005-2006. La siguiente temporada repite cuarto puesto. La deuda asciende a ocho millones de euros. Pina tiene claro que ha llegado la hora de amortizar la inversión.

Aparece Carlos Marsá: granadino, friki del fútbol, presidente de un club de Tercera, el Granada 74, enganchado a un sueño sin pies ni forma. Él no lo sabe, pero con sus fracasos convertirá a Pina en el ganador de esta historia. Marsá paga 20 millones de euros a cambio de la plaza del Ciudad de Murcia en Segunda Divisón. Es un verano difícil. La Real Federación Española de Fútbol (RFEF) no ve clara la promoción a Segunda del Granada 74 por compra de plaza. El Ayuntamiento de Granada desconfía de Marsá. Le prohíbe jugar en Los Cármenes, a pesar de que el Granada, club oficial de la ciudad, lleva 21 años en Segunda B.

Finalmente, Marsá consigue el beneplácito de la RFEF, no así del consistorio nazarí. Su sueño ve la luz en el campo del Motril. El núcleo duro del Granada 74 viene del Ciudad de Murcia. El equipo no empieza mal, aunque la situación se va torciendo al final de la temporada. Los puestos de descenso andan cerca. Y cuando se aproxima el final de la temporada, el Granada 74 se encuentra sin una afición dispuesta a pasar las penas. 20 millones disueltos como un azucarillo en un café hirviendo.

La temporada 2008-2009 la pasa el Granada 74 como puede. En menos de dos años, el equipo ha pasado de estar cuarto en Segunda División y con aspiraciones, a ocupar la posición 18 del grupo IV de Segunda B. Los jugadores cobran mal. A veces, ni eso. Comen en el bar de un directivo del club. El equipo ha cambiado Motril por el campo de Pinos Puente. No hay sueño. Aquel que se compró un Mercedes para lucirlo una tarde de agosto y lo empotró contra una columna en la oscuridad de su garaje. En qué hora. Una idea mala.

No es la única. Evedasto Lifante, actor secundario. De profesión, promotor inmobiliario. Cuando Pina se deshace de su club, Eve es miembro del Consejo de Administración. El club vende su plaza en Segunda, si bien el filial, Ciudad de Murcia B, sigue en Tercera División. Eve quiere reeditar la idea de Pina: comprar el filiar y sacar otros 20 millones de euros dentro de unos años. Sin embargo, la RFEF dice que el filial no puede seguir existiendo como si nada. Eve cambia de estrategia y se fija en otro equipo, el EMD Lorquí, de un municipio cercano a Murcia, también en Tercera División. Idéntico objetivo: acabar jugando en Murcia. Conseguir ascensos. Propiciar una operación urbanística. Pegar un pelotazo (urbanístico).

Temporada 2007-2008. Las empresas del presidente van bien. El ladrillo marcha. El equipo logra el ascenso a Segunda División B (Grupo II). Buenos fichajes. Un conjunto sólido que recibe pocos goles y se afianza en los puestos de arriba. Eve cambia el nombre al EMD Lorquí. Pasa a llamarse Atlético Ciudad de Lorquí. Poco después, Club de Fútbol Atlético Ciudad.

¿Ciudad? ¿De dónde? La estrategia pasa por volver a Murcia. Mejor no concretar. El equipo juega en el Juan de la Cierva de Lorquí. En el Ángel Sornichero de Alcantarilla. En el Miguel Induráin de Ceutí. Finalmente, en el Juan Cayuela de Totana (ver foto). La afición es reducida. No sabe muy bien a quién apoya ni para qué. El caso es que el equipo sigue arriba. Sin embargo, las empresas del presidente comienzan a notar la crisis. El milagro urbanístico se difumina. Eve tiene ahora problemas más acuciantes que atender. Los jugadores llevan cinco meses sin cobrar. El club ya les ha avisado de que no cobrarán hasta junio.

Pina reapareció hace un mes. Tras año y medio escondido. En diciembre, después de una gran operación urbanística que hizo a Samper aún más millonario, éste había dejado el Real Murcia y el club iba camino de desaparecer. De pronto, en medio de este torbellino, como una sombra, como un recuerdo borrado de la mente, Pina apareció en televisión para ofrecerse voluntario.

Había tenido otra idea.

sábado, 28 de marzo de 2009

Tres años y cinco minutos en Maldivas

Por Sebastián Dulbeca
Escapó de su sombra hacia el gran azul. 15.000 kilómetros. Distancia asumible para un lateral. Alguien lo reconoció jugando en la playa.
Y el mundo de Julio Alberto fue un balón de nuevo.


Hacía un lustro de su retirada. Trabaja en un hotel. Anónimo en un archipiélago desmigado sobre el Índico. Islas casi campos de fútbol. Hoy, incluso menos: ni al paraíso concede prórroga el cambio climático. Arena blanca. Gente. Algo redondo en medio. La felicidad.

El dueño del hotel atiende a la revelación. Ése es Julio Alberto. Sugiere: tienes que volver. Accede. Ficha todavía como cromo blaugrana por el local Valencia. Curioso guiño mediterráneo. Pero aquí el Valencia no es contrapoder. El presidente del club es cuñado del presidente.

Rueda el esférico. Igual, pero distinto. La liga se juega en el estadio nacional de Male. 36 equipos disputan sus encuentros en las mismas instalaciones. Uno tras otro. Sábado y domingo. Desde las ocho de la mañana. Con respeto absoluto a la cultura islámica y sus horas de rezo [Maldivas es el estado musulmán menos poblado del mundo]. Jugadores y público. En el campo hay que observar buena conducta. En la grada no se permiten ni tabaco ni expresiones malsonantes. Apenas un ohhh admirativo.

Todo es sencillo. Mucho más sencillo que en la alta competición. La concentración se reduce a una charla en un colegio. Después de cada victoria hay zumos y refrescos. Salvo en una ocasión. El triunfo en la POMIS Cup (la Copa de la UEFA entre Sri Lanka, India, Pakistán, etc.) merece pancartas y un paseo en camión entre la hinchada. En la final Julio Alberto marca dos goles. Uno de córner. Otro de falta. Quién se lo iba a decir.

Con la espuma de la gloria pasa a dirigir el equipo. Mínimo meritoriaje. Otra propuesta. Acepta. Ser seleccionador. O asesor del seleccionador. Esos puestos de responsabilidad son para los nativos. Aunque Julio Alberto ya es un maldivo más. No tendría problema para encontrar agua fresca en esas islas de espejo a las que conduce a turistas. Años después hasta escribe una guía. Robinson Crusoe asturiano.

El nivel del campeonato es aceptable. Rumanos. Checos. Hombres con el callo de Tercera. El jugador autóctono es fuerte físicamente. Carece de oficio. Imita rápido. Uno y otros crecen juntos. Su trabajo es valorado. Piden que acompañe al Primer Ministro y al ministro de Exteriores a FITUR. Aprovecha el viaje para llevarlos a un Real Madrid-Deportivo de La Coruña. Alkorta devuelve al poco la visita. Le sigue Jordi Cruyff. Maldivas ya era postal de lujo. Cinco minutos de sueño inalcanzable para un taxista cualquiera de Los Ángeles.



¿Y luego? Puede que la nostalgia. Puede que el deseo de recomenzar. Habían pasado tres años. Julio Alberto deshace el camino. O emprende otro. En la actualidad es director de la Escuela del Barça. Y organizador de jornadas solidarias. Habla de ello con entusiasmo y sonrisa fácil un domingo de bricolaje por la mañana.

Que su nombre se recuerde. Ejerció de pionero. Sin proponérselo. Emigrante cuando nadie siquiera imaginaba serlo. Superviviente cuando todo alrededor naufraga poco a poco. Competir en 1996 en las antípodas. Ahí es nada. Ahora a Liverpool va cualquiera.

viernes, 27 de marzo de 2009

La melancolía de un córner

Por Sole Leyva
Para Victor Hugo la melancolía era la felicidad de estar triste. Algo inextricablemente similar pero no idéntico hay de eso en el Vicente Calderón. Allí la melancolía tiene morada perpetua. Reside en un córner. Uno del Fondo Sur. El que da a una calle que no podría tener otro nombre que el que tiene: Paseo de los Melancólicos. El mismo córner desde el que Milinko Pantic, el centrocampista serbio que Radomir Antic rescató desde las cuevas del olvido, sacaba unos centros majestuosos. Con rosca. El balón volando como una peonza. Medio gol. Pura poesía. El público puesto en pie.

Era 1995. Sin tanta parabólica como ahora, Pantic, 'Sole', le enviaba vídeos suyos a su compatriota. Malgastaba sus días en el Panionios griego. Sin pena ni gloria. Si Antic le hizo debutar en el Partizán con 18 años, por qué no ahora, pensó, más hecho, más jugador. La oportunidad le llegó ese verano. 60 millones de pesetas costó. En uno de los primeros partidos de casa de aquella temporada, frente al Athletic de Bilbao, Margarita, un ama de casa de Talavera de la Reina, abonada de solera, tuvo un presentimiento. Acudió a una floristería de su barrio y compró cuatro claveles rojos."Por los cuatro goles que vamos a meter hoy", le espetó a la floristera. Pidió permiso al club y le dejaron despositarlos al pie del córner izquierdo del fondo sur, el de la grada más humilde, la más barata.

Aquel día el Atleti le metió cuatro al Athletic. Dos de ellos vinieron de saques de esquina sacados por 'Sole' desde aquel córner. Esa temporada el Atleti, con Pantic y sus estelas de gloria a balón parado, consiguió el 'doblete'. Desde entonces, hace ya casi 14 años, Margarita repite celosa cada día de partido su ceremonia, a la que añadió cuatro margaritas blancas. "Ese córner es como un acto religioso, como la estampita que te regala tu madre y te pones", explica. Desde aquel doblete la gloria no se ha vuelto a pasear por el estadio.

Lo único que perdura de aquella temporada es ese ramo de flores, panteón de recuerdos. Los rivales que han intentado quitarlo para sacar de esquina con más espacio han pagado su afrenta con una sonora pitada. Roberto Carlos fue muy odiado siempre en el Calderón. Fácil explicación. En un partido le dio una patada al ramo. Ese mismo día, ante una jauría que bramaba contra él, tuvo que pedir perdón. No se le concedió. Ese ramo no se toca.
Victor Hugo se acercó, pero no tenía razón del todo, al menos para los atléticos. La melancolía en el Calderón no es la felicidad de estar triste -nadie quiere serlo-, sino que en la tristeza de 13 años a dos velas hay un rinconcito para la felicidad, el de ese córner melcancólico. El balón rodando como una peonza. Medio gol. Pura poesía.