Por snedecor
En esta vida hay dos tipos de millonarios: los discretos y los que molan. Y Clive Frederick Palmer, de 58 años, el hombre más rico del estado de Queensland y quinta fortuna de Australia, es de los que molan (al menos si no se cruza en tu camino). Un hombre hecho a sí mismo, de los que dejan la Universidad antes de graduarse viendo que donde de verdad se gana dinero es fuera de ella (por ejemplo en el mercado inmobiliario), y que no deja ningún palo sin tocar: del ladrillo se pasó a la minería, donde multiplicó su fortuna, y con las ganancias metió la cabeza en política (amén de relacionarse con las más altas esferas australianas presume de haber entablado amistad con Ted Kennedy y Mijail Gorbachov).
Palmer también es uno de esos excéntricos magnates acostumbrados a dar jugosos titulares: recientemente afirmó que Greenpeace es un instrumento de la CIA para boicotear los intereses económicos de los rivales de Estados Unidos, y hace un par de semanas saltaba a los periódicos de todo el mundo gracias a su último proyecto, construir una réplica del Titanic que sea capaz de mantenerse a flote durante más de un viaje (más que nada, por aquello de hacerlo rentable). Sí, Amancio Ortega será más rico, pero es infinitamente más aburrido.
Aunque el promotor se ha cuidado mucho de dar cifras, se dice que el nuevo barco (que estaría listo para 2016) costaría unos 3.000 millones de dólares, y eso a pesar de que se fabricará en los teóricamente baratos astilleros chinos de Nanjing. Siempre, claro está, que se firme el contrato, cosa que de momento parece que aún no se ha hecho. Minucias. Palmer lleva tiempo convencido de que el futuro (al menos el suyo) pasa por el gigante asiático: sus empresas mineras firmaron en la pasada década billonarios acuerdos con sociedades estatales chinas para que éstas puedan extraer materiales del rico subsuelo australiano. Y dentro de su estrategia de acercamiento a China, el fútbol fue otro puente.
Libertad de expresión
Con la entrada de Australia en la Confederación Asiática (AFC) en 2006, Clive Palmer vio abierta una magnífica vía de promoción en todo el continente y en 2008 adquirió una franquicia en la liga australiana, fundando el Gold Coast United con la esperanza (imagino) de que la participación en torneos continentales y los contactos surgidos alrededor de la AFC le ayudaran a forjar alianzas estratégicas para sus empresas. Desconocemos si logró esos objetivos; lo que sí sabemos es que la A-League, una competición ideada al estilo empresarial de la MLS estadounidense, no ha acabado de despegar en el país de los canguros, y que un personaje como Palmer no iba a quedarse de brazos cruzados viendo cómo eran otros los que manejaban (mal, bajo su punto de vista) un cotarro que a él le costaba sus buenos dineros.
Desde el primer día la relación entre Palmer y la Federación Australiana (FFA) ha sido un constante tira y afloja por el poder y la gestión económica de la A-League, hasta que la cosa pasó de simples encontronazos (resueltos a base de multas) a las descalificaciones personales. Entonces la FFA cortó por lo sano y a finales de febrero, con la liga en su tramo final, decidió revocar la licencia del Gold Coast United después de que el equipo se presentara a un partido con el lema “libertad de expresión” impreso en sus camisetas y en todas las vallas del estadio. Pero si los dirigentes de la federación pensaban que así acabarían con el problema, se equivocaron. Porque Palmer no tardó ni dos minutos (y no es una frase hecha) en anunciar la creación de un nuevo organismo futbolístico paralelo a la Federación para defender los verdaderos intereses del soccer australiano (según los entiende Clive Palmer, claro). De paso, siguió acusando a los directivos de la FFA de ser unos ineptos dictadores incapaces de organizar un torneo rentable.
En un primer momento los tribunales australianos ratificaron la decisión de la FFA porque, en su afán por reducir los costes de una inversión que ya se le antojaba ruinosa, Palmer había incumplido varias estipulaciones del contrato de franquicia. Pero él, fiel a su estilo, sigue tocando las narices. Por ejemplo, en abril cerró un acuerdo de patrocinio con uno de los equipos más conocidos (y económicamente más necesitados) de la A-League: el Adelaide United cobraría 300.000 dólares australianos por llevar en sus partidos de la Champions League asiática el emblema de “Football of Australia”, la organización creada por el magnate para competir con la Federación. Para sorpresa de la FFA, la Confederación Asiática aprobó el patrocinio pese a tratarse de una clara afrenta a uno de sus asociados, y fue necesaria una queja oficial de la Federación explicando las connotaciones políticas del logotipo para que, en el último minuto, la AFC revocara su primera decisión.
Seguramente la FFA no ha gestionado del todo bien la A-League, como también está claro que Palmer no ha tenido precisamente el éxito que esperaba con su equipito, pero el caso es que en el soccer australiano se ha abierto la caja de los truenos. Poco después de la expulsión del Gold Coast (que será sustituido por un equipo de nueva creación en Sidney, totalmente financiado por la liga), otro millonario, Nathan Tinkler, decidió renunciar a la propiedad del Newcastle Jets por discrepancias con la gestión de la FFA: al igual que Palmer, había invertido unos 20 millones de dólares en la A-League para no tener ni voz ni voto ni beneficio. Con la espantada de Tinkler la liga no sólo debía encontrar otro inversor dispuesto a comprar su franquicia para seguir teniendo 10 equipos, sino que también perdía un importante acuerdo de patrocinio con la distribuidora de bebidas propiedad de Tinkler. Y eso, cuando Fox Sports ya había dicho que no iba a pagar por los derechos televisivos de la A-League las cantidades inicialmente firmadas, basadas en unas perspectivas sobre las audiencias que se han demostrado demasiado optimistas, era casi como toparse con un iceberg en medio del Atlántico durante una oscura noche de abril.
Pero tras un mes de tensión, amenazas cruzadas de demandas y declaraciones altisonantes, la A-League ha reconducido la situación con Tinkler y éste vuelve a ser propietario de Newcastle Jets, con lo que al menos la FFA ha cerrado una de las vías de agua que se le habían abierto a su buque insignia. Mientras tanto, Clive Palmer recorre la isla-continente buscando adhesiones a su nueva organización (que ahora, para evitar represalias a quienes la apoyen, vende como una inocente mesa de diálogo para mejorar la situación del soccer en las antípodas) y acaba de demandar a la FFA por daños y perjuicios: reclama 22 millones como indemnización por la retirada de la licencia al Gold Coast United. Es más o menos lo que invirtió en la franquicia, porque Palmer no se hizo rico a fuerza de palmar pasta. Si gana, esperemos que destine al menos una parte a comprar para su Titanic más botes salvavidas de los que llevaba el original. Por si acaso.
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jueves, 17 de mayo de 2012
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el fútbol australiano esta en una decadencia concuerdo contigo, después de Mark Viduka y Kewell no he visto ningún otro jugador que sobresalga en la selección australiana
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