Por snedecor
Hubo un tiempo en el que sumar 100 puntos en liga sólo estaba al alcance de los jugones pcfutboleros (de los verdaderos maestros del asunto o de quienes reiniciábamos los partidos una y otra vez hasta conseguir que la dichosa maquinita nos concediera el resultado que deseábamos). Este Barça tiene a Messi, vale, lo que en términos futbolísticos equivale a tener delante la guía de trucos del videojuego, pero ni siquiera ha necesitado un entrenador a tiempo completo para alcanzar una cifra bestial que empieza a parecer preocupantemente habitual. Con Tito todo el año al pie del cañón (deseamos) y con el mordiente en ataque que supone el fichaje de Neymar Jr (a priori, porque a lo mejor resulta ser Nightmare Jr), quién sabe si la próxima temporada se romperá esa mágica barrera. En todo caso, tras dos años de experiencia ya nos ha quedado claro que con 100 puntos no te dan más premio que una Liga: para ganar la Champions hay que ser capaz de eliminar al Bayern de Munich en semifinales. Que luego cuando mandamos los penaltis al cuarto anfiteatro o los bávaros nos cascan siete, 100 puntos cierran pocas heridas.
A la otrora taurina hora de las cinco de la tarde, con división de opiniones en el tendido y más de un ocupante del palco de prensa pidiendo que su cadáver diera la vuelta al ruedo arrastrado por las mulillas, se despidió José Mourinho de sus tres años encabezando los carteles del Santiago Bernabéu: para el recuerdo deja buenas tardes y alguna faena de aliño (ahora “aliño” a éste, ahora “aliño” al otro). Aparte de algún que otro trofeo (y de unas cuantas cornadas traicioneras), del Madrid se lleva la experiencia, nueva para él, de cerrar una temporada sin el apoyo unánime de su cuadrilla. Cual si fuera Curro Romero, su paso por las plazas españolas ha inspirado el nacimiento entre los aficionados blancos de una nueva corriente de fieles seguidores de un arte incomprendido para la mayoría: los mourinhistas se definen desde el apego cuasi incondicional al diestro de Setúbal pero también desde la firme contraposición a la crítica y a los puristas (puristas de puro habano, o de pipa, por utilizar el elemento más característico de los abonados al coso merengue). Viendo que el empresario a cargo de la plaza no parece por la labor de continuar explorando tan revolucionario estilo, me temo que tendrán que esperar pacientemente la irrupción en el escalafón de su Morante particular. En cualquier caso, el que piense que sin Mourinho llegará la calma al ruedo de Concha Espina ni conoce al Real Madrid ni frecuenta las hemerotecas.
Cierto es que también ayudaron una increíble Real Sociedad que por momentos pareció el Brasil del 70 y un Atlético por fin al nivel que su historia y afición merecen, pero tres presidentes, dos entrenadores, dos estadios y cientos de millones de euros de deuda no han conseguido evitar que el Valencia se quede fuera de la Champions League por primera vez desde 2008 (año en el que también hubo tres presidentes, dos entrenadores, dos estadios y cientos de millones de euros de deuda, además de una Copa del Rey). Que con todo este despropósito institucional la Fundación del Valencia CF, máxima accionista del club por obra y gracia de la Generalitat Valenciana (mientras Bankia y los tribunales no digan lo contrario), colabore en la organización de un Máster Internacional en Gestión Deportiva Empresarial es poco menos que un cachondeo: sobre todo porque en su programa académico no se contempla el estudio en profundidad de su propio caso, del que tanto habría que aprender. Como a estas alturas aún no tenemos muy claro si el Valencia es de su Fundación, de la Generalitat, de Bankia o de un señor que pasaba por allí, desde FNF proponemos a los aplicados alumnos del máster que, como trabajo de fin de curso, investiguen la viabilidad de nuevas y originales fórmulas de gestión del club ché, como por ejemplo un hipotético proyecto de joint venture entre Españeta y Manolo el del bombo: peor no lo iban a hacer y al menos su compromiso y su amor a los colores quedarían fuera de toda duda.
Así, a bote pronto y a falta de todo un verano, va un pequeño parte de bajas de cara a la próxima temporada: Marcelo Bielsa y sus ruedas de prensa. José Mourinho y sus ruedas de prensa (las diera o no). Eric Abidal y buena parte de los cacareados valors del Barça. José Mourinho y buena parte del cacareado señorío del Madrid (lo tuviera o no). Juan Carlos Valerón y su magia. David Albelda y su magia (no, es broma). Jesús Navas y sus ojazos azules. Fernando Llorente y sus ojazos azules. Radamel Falcao y esos goles en Champions que nunca llegarán. Gonzalo Higuaín y esos goles en Champions que nunca llegaron. Andrés Palop y sus goles en UEFA. Ricardo y sus goles en… en contra. Manuel Pellegrini, Joaquín y en general todo rastro del jequeproyecto del Málaga (incluido el puerto deportivo). Deportivo, Zaragoza, Mallorca y sus fenomenales dirigentes (fijo que fueron al Máster de la Fundación del Valencia). Alex Ferguson y sus chicles. David Beckham y sus anuncios (aunque algo me dice que esto no lo perderemos del todo).
Ah, y San Mamés. Poca cosa.
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domingo, 9 de junio de 2013
viernes, 22 de marzo de 2013
Etaeta en el paraíso
Por snedecor
Corría el mes de abril de 1789. Después de una larga travesía a lo largo de medio mundo y de permanecer cinco meses atrapados en el lugar más parecido al paraíso en la tierra esperando a que un puñado de árboles dieran su fruto, los tripulantes del HMS Bounty levaban anclas rumbo a casa. Unos pocos días más tarde, el segundo oficial Fletcher Christian y algo más de la mitad de la tripulación se levantaban contra su estricto capitán y, tras enviar a William Bligh y a varios de sus leales a lo que creían una muerte segura a bordo de un precario bote salvavidas, decidían regresar a las acogedoras aguas (y tierras, y mujeres) de Tahití. El retorno al Edén, sin embargo, se convirtió en realidad en una cobarde huida de la Royal Navy y de los indígenas polinesios que acabó con los amotinados supervivientes en Pitcairn, un deshabitado peñasco mal cartografiado en mitad del Pacífico en el que aún hoy moran sus descendientes, tremendamente orgullosos de un pasado que, bien mirado, no resulta demasiado edificante.
Corría el mes de junio de 2012. Privada de sus mejores hombres, bajo el sofocante calor reinante en el estadio (por llamarlo de alguna manera) Lawson Tama de Honiara, un modesto campo situado en una caldera natural de verdes laderas en la tristemente célebre isla de Guadalcanal (Islas Salomón), la selección neozelandesa de fútbol caía derrotada ante Nueva Caledonia en las semifinales del Campeonato de Oceanía, y Tahití aprovechaba el regalo para conseguir el primer título continental de su historia. Un logro sin precedentes que debía iniciar una etapa de éxitos para el equipo polinesio pero que, como el fallido retorno de Christian, ha desembocado en un triste peregrinar sin rumbo definido: a eso de las siete de la mañana del sábado, hora de aquí (allí todavía serán las ocho de la tarde del viernes), la selección nacional de Tahití saltará al césped del Stade Pater, en Papeete, para disputar un intrascendente encuentro de clasificación para el Mundial 2014 frente a Islas Salomón. Ante un rival que sólo ha convocado a 13 jugadores para ahorrar gastos, los tahitianos buscarán al menos marcar su primer gol en esta última fase eliminatoria en la que, tras cuatro derrotas en otros tantos partidos (y 11 goles en contra), ya no luchan más que por evitar una deshonrosa última posición.
Tahití concluirá su frustrante camino premundialista en Nueva Caledonia el próximo martes, y luego a su seleccionador Eddy Etaeta le tocará pensar seriamente en qué demonios hacer para que España, Uruguay y Nigeria no masacren su portería en la próxima Copa Confederaciones. En enero, cuando concedió una entrevista a la página web de la FIFA, Etaeta aún no tenía claro el planteamiento a usar en Brasil: “Les he comentado a mis jugadores que sería fantástico mantener nuestra portería imbatida durante un tiempo, aunque está claro que marcar algún gol tampoco estaría mal”, fue su sencilla e inocente respuesta. “Escapar de la Royal Navy y, si podemos, fondear en algún sitio en el que podamos escondernos”, puede que fueran las palabras de Fletcher Christian a sus acólitos cuando éstos le preguntaron por sus planes tras huir de Tahití. Christian, al menos, contaba con experimentados marineros, pero de los habituales convocados por Etaeta tan sólo su capitán, Nicolas Vallar, atisbó las mieles del fútbol profesional (se formó en el Angers y logró un ascenso a Ligue 2 con el FC Sète) antes de verse obligado a regresar a casa a los 27 para poder ganarse la vida con un trabajo de verdad.
O a Francia o a la mierda
Tan mal pinta la cosa que, de cara a su próximo (y mayúsculo) reto, Tahití deposita sus escasas esperanzas de batir las redes rivales en Marama Vahirua (primo de Pascal Vahirua, primer tahitiano en vestir de bleu), en su día joven promesa del fútbol de la metrópoli (Domenech le llevó a la sub’21 francesa) pero que hoy, a punto de cumplir 33 años, se daría con un canto en los dientes si alcanza la internacionalidad absoluta con la débil selección de la exótica isla que le vio nacer. Entre trámites burocráticos y prohibiciones de su club Marama Vahirua aún no ha debutado, pero el delantero que actualmente milita en el Panthrakikos griego ya ha confirmado que no dejará pasar la oportunidad de darse el gusto de jugar en el escaparate de la Confederaciones. Porque eso será para los jugadores de Tahití la cita brasileña, una oportunidad para mostrarse al mundo y, con algo de suerte y mucho empeño, salir de su isla con un contrato profesional de la cercana liga de Australia. No sueñan con más: cumplidos los veinte, el tahitiano que no haya sido reclamado por algún club francés ya sabe que lo de jugar en Europa está fuera de su alcance.
Algunos, como tres de los cuatro miembros de la familia Tehau que juegan habitualmente en la absoluta, ya han visto cómo otro de esos ansiados barcos al profesionalismo pasaba de largo sin poder abordarlo: en 2009 la selección juvenil tahitiana logró participar en el Mundial sub’20 de Egipto, dirigida por Lionel Charbonnier, tercer portero de la Francia campeona del mundo en 1998. En uno de esos inquietantes déjà vu que de vez en cuando nos ofrecen los bombos, los polinesios quedaron encuadrados en un grupo en el que, al igual que en la Confederaciones de este año, también estaban España, Nigeria y una selección sudamericana (en ese caso Venezuela). Aquella expedición tahitiana a Egipto, como la del Bounty, fue un desastre: tres derrotas, 0 goles a favor y 21 tantos encajados. Nadie consiguió un billete al profesionalismo y Charbonnier fue pasado por la quilla por el entonces presidente de la federación Reynald Temarii, que un año más tarde sería suspendido por la FIFA en el escándalo previo a la elección de las sedes de los mundiales de 2018 y 2022.
Hoy muchos de esos chavales que visitaron las pirámides ya forman parte de la selección absoluta, pero aquella experiencia sólo les sirvió para ser aún más conscientes de la abismal distancia que les separaba de las grandes potencias futbolísticas mundiales. Distancia que, pese al campeonato de Oceanía conquistado el año pasado, parece que no han logrado recortar demasiado. Ante este panorama, la Federación Tahitiana, que ultima los preparativos para el Mundial de fútbol playa que organizará en septiembre, ha hecho un esfuerzo económico extra (nada desdeñable, a tenor del elevado coste de la vida en los territorios franceses de ultramar) para que sus jugadores se dediquen en exclusiva al fútbol durante los próximos meses: del 1 de abril al 27 de mayo los preseleccionados se entrenarán diariamente en doble sesión antes de partir rumbo a Chile y Brasil para completar su puesta a punto. Pese a la conocida (y entendible) morriña que suelen acusar los polinesios fuera de su fenua, es de esperar que nadie se amotine durante el viaje, ni siquiera aunque en estos meses de entrenamientos intensivos Etaeta se nos revele más duro que el capitán Bligh. Al fin y al cabo, para esta tripulación que ya vive en el paraíso el verdadero jardín del Edén se llama Maracaná. Tweet
Corría el mes de abril de 1789. Después de una larga travesía a lo largo de medio mundo y de permanecer cinco meses atrapados en el lugar más parecido al paraíso en la tierra esperando a que un puñado de árboles dieran su fruto, los tripulantes del HMS Bounty levaban anclas rumbo a casa. Unos pocos días más tarde, el segundo oficial Fletcher Christian y algo más de la mitad de la tripulación se levantaban contra su estricto capitán y, tras enviar a William Bligh y a varios de sus leales a lo que creían una muerte segura a bordo de un precario bote salvavidas, decidían regresar a las acogedoras aguas (y tierras, y mujeres) de Tahití. El retorno al Edén, sin embargo, se convirtió en realidad en una cobarde huida de la Royal Navy y de los indígenas polinesios que acabó con los amotinados supervivientes en Pitcairn, un deshabitado peñasco mal cartografiado en mitad del Pacífico en el que aún hoy moran sus descendientes, tremendamente orgullosos de un pasado que, bien mirado, no resulta demasiado edificante.
Corría el mes de junio de 2012. Privada de sus mejores hombres, bajo el sofocante calor reinante en el estadio (por llamarlo de alguna manera) Lawson Tama de Honiara, un modesto campo situado en una caldera natural de verdes laderas en la tristemente célebre isla de Guadalcanal (Islas Salomón), la selección neozelandesa de fútbol caía derrotada ante Nueva Caledonia en las semifinales del Campeonato de Oceanía, y Tahití aprovechaba el regalo para conseguir el primer título continental de su historia. Un logro sin precedentes que debía iniciar una etapa de éxitos para el equipo polinesio pero que, como el fallido retorno de Christian, ha desembocado en un triste peregrinar sin rumbo definido: a eso de las siete de la mañana del sábado, hora de aquí (allí todavía serán las ocho de la tarde del viernes), la selección nacional de Tahití saltará al césped del Stade Pater, en Papeete, para disputar un intrascendente encuentro de clasificación para el Mundial 2014 frente a Islas Salomón. Ante un rival que sólo ha convocado a 13 jugadores para ahorrar gastos, los tahitianos buscarán al menos marcar su primer gol en esta última fase eliminatoria en la que, tras cuatro derrotas en otros tantos partidos (y 11 goles en contra), ya no luchan más que por evitar una deshonrosa última posición.
Tahití concluirá su frustrante camino premundialista en Nueva Caledonia el próximo martes, y luego a su seleccionador Eddy Etaeta le tocará pensar seriamente en qué demonios hacer para que España, Uruguay y Nigeria no masacren su portería en la próxima Copa Confederaciones. En enero, cuando concedió una entrevista a la página web de la FIFA, Etaeta aún no tenía claro el planteamiento a usar en Brasil: “Les he comentado a mis jugadores que sería fantástico mantener nuestra portería imbatida durante un tiempo, aunque está claro que marcar algún gol tampoco estaría mal”, fue su sencilla e inocente respuesta. “Escapar de la Royal Navy y, si podemos, fondear en algún sitio en el que podamos escondernos”, puede que fueran las palabras de Fletcher Christian a sus acólitos cuando éstos le preguntaron por sus planes tras huir de Tahití. Christian, al menos, contaba con experimentados marineros, pero de los habituales convocados por Etaeta tan sólo su capitán, Nicolas Vallar, atisbó las mieles del fútbol profesional (se formó en el Angers y logró un ascenso a Ligue 2 con el FC Sète) antes de verse obligado a regresar a casa a los 27 para poder ganarse la vida con un trabajo de verdad.
O a Francia o a la mierda
Tan mal pinta la cosa que, de cara a su próximo (y mayúsculo) reto, Tahití deposita sus escasas esperanzas de batir las redes rivales en Marama Vahirua (primo de Pascal Vahirua, primer tahitiano en vestir de bleu), en su día joven promesa del fútbol de la metrópoli (Domenech le llevó a la sub’21 francesa) pero que hoy, a punto de cumplir 33 años, se daría con un canto en los dientes si alcanza la internacionalidad absoluta con la débil selección de la exótica isla que le vio nacer. Entre trámites burocráticos y prohibiciones de su club Marama Vahirua aún no ha debutado, pero el delantero que actualmente milita en el Panthrakikos griego ya ha confirmado que no dejará pasar la oportunidad de darse el gusto de jugar en el escaparate de la Confederaciones. Porque eso será para los jugadores de Tahití la cita brasileña, una oportunidad para mostrarse al mundo y, con algo de suerte y mucho empeño, salir de su isla con un contrato profesional de la cercana liga de Australia. No sueñan con más: cumplidos los veinte, el tahitiano que no haya sido reclamado por algún club francés ya sabe que lo de jugar en Europa está fuera de su alcance.
Algunos, como tres de los cuatro miembros de la familia Tehau que juegan habitualmente en la absoluta, ya han visto cómo otro de esos ansiados barcos al profesionalismo pasaba de largo sin poder abordarlo: en 2009 la selección juvenil tahitiana logró participar en el Mundial sub’20 de Egipto, dirigida por Lionel Charbonnier, tercer portero de la Francia campeona del mundo en 1998. En uno de esos inquietantes déjà vu que de vez en cuando nos ofrecen los bombos, los polinesios quedaron encuadrados en un grupo en el que, al igual que en la Confederaciones de este año, también estaban España, Nigeria y una selección sudamericana (en ese caso Venezuela). Aquella expedición tahitiana a Egipto, como la del Bounty, fue un desastre: tres derrotas, 0 goles a favor y 21 tantos encajados. Nadie consiguió un billete al profesionalismo y Charbonnier fue pasado por la quilla por el entonces presidente de la federación Reynald Temarii, que un año más tarde sería suspendido por la FIFA en el escándalo previo a la elección de las sedes de los mundiales de 2018 y 2022.
Hoy muchos de esos chavales que visitaron las pirámides ya forman parte de la selección absoluta, pero aquella experiencia sólo les sirvió para ser aún más conscientes de la abismal distancia que les separaba de las grandes potencias futbolísticas mundiales. Distancia que, pese al campeonato de Oceanía conquistado el año pasado, parece que no han logrado recortar demasiado. Ante este panorama, la Federación Tahitiana, que ultima los preparativos para el Mundial de fútbol playa que organizará en septiembre, ha hecho un esfuerzo económico extra (nada desdeñable, a tenor del elevado coste de la vida en los territorios franceses de ultramar) para que sus jugadores se dediquen en exclusiva al fútbol durante los próximos meses: del 1 de abril al 27 de mayo los preseleccionados se entrenarán diariamente en doble sesión antes de partir rumbo a Chile y Brasil para completar su puesta a punto. Pese a la conocida (y entendible) morriña que suelen acusar los polinesios fuera de su fenua, es de esperar que nadie se amotine durante el viaje, ni siquiera aunque en estos meses de entrenamientos intensivos Etaeta se nos revele más duro que el capitán Bligh. Al fin y al cabo, para esta tripulación que ya vive en el paraíso el verdadero jardín del Edén se llama Maracaná. Tweet
miércoles, 30 de enero de 2013
¿Y tú, de quién eres?
Por snedecor
Corría el año 1805 cuando, por mandato del presidente Thomas Jefferson, la expedición de Meriwether Lewis y William Clark cruzó las Rocosas, llegó a la costa noroeste del Pacífico y reclamó para los recién creados Estados Unidos de América unos territorios por los que pronto pugnaron también España (su primer descubridor) y Reino Unido (su primer explotador). No es cuestión de profundizar en una disputa decimonónica de la que, para no romper con las costumbres de la época, salimos perdiendo; digamos simplemente que con el correr del siglo una parte acabó siendo para Estados Unidos y otra para los hijos de la Gran Bretaña, que luego dejarían bajo administración de Canadá. En lo que a España respecta, una vez perdida la soleada California, pues para qué volver por allí.
El caso es que entre los pioneros que acabaron habitando esa zona se desarrolló cierto sentimiento identitario que se plasmó a finales del siglo XIX y principios del XX en varios movimientos políticos e incluso revolucionarios (en 1940 algunos grupos armados llegaron a cobrar peajes en las autopistas interestatales) que pretendían la independencia para un territorio que dieron en llamar Cascadia por los numerosos saltos de agua que salpican los verdes bosques que se extienden desde las estribaciones de las Rocosas hasta la costa del Pacífico, en los actuales estados de Oregón, Washington y la Columbia Británica canadiense. Un nacionalismo light que ha acabado derivando en poco más que una cuestión de orgullosa diferenciación sociocultural con respecto al resto de Estados Unidos y Canadá que de vez en cuando se hace notar, como cuando algún estado de la zona legaliza el consumo de marihuana. Aunque hay quien insiste en que el movimiento secesionista sigue latente, lo cierto es que nadie pide en voz alta la independencia real de Cascadia, aunque en Cascadia sí que alzan la voz cuando algo que llega de la lejana costa atlántica no les gusta.
Esta vez quienes han puesto el grito en el cielo han sido los aficionados al soccer, y no para celebrar un gol: más bien ha sido para evitar que se lo colaran. Quizás por aquello de la diferenciación con el resto de compatriotas, en la zona del conflicto sí hay una gran base de seguidores del balompié; seguidores que, dicho sea de paso, se sienten algo marginados por los rectores del soccer patrio. Pese a la numerosa afición existente la MLS tardó trece largos años en desembarcar en la costa noroeste (más que nada porque nadie en aquel remoto rincón parecía por la labor de poner la pasta necesaria) pero, cuando lo hizo, fue a por todas: Seattle Sounders comenzó a competir en 2009, y Portland Timbers y Vancouver Whitecaps hicieron lo propio en 2011. La apuesta de la MLS fue a caballo ganador y las tres hinchadas, enconadas rivales desde los tiempos de la NASL y encantadas de reencontrarse en la máxima categoría tras demasiados años vagando por ligas menores, le dieron aún más pasión y colorido a unas gradas más acostumbradas a ser un tranquilo merendero familiar que un ruidoso nido de fanáticos futboleros.
El nacimiento de la Cascadia Cup
Desde sus inicios la MLS ha tratado de promover rivalidades más o menos artificiales entre sus franquicias para atraer al público, y uno de los medios para conseguirlo son trofeos paralelos que se otorgan en función de los enfrentamientos ligueros de los equipos que interesa “enemistar”. Algunos de ellos los crea directamente la Liga y otros surgen espontáneamente entre los aficionados, como la Rocky Mountain Cup (entre Colorado Rapids y Real Salt Lake). Con su expansión hacia el noroeste la Liga se topó con un pique real y ya organizado: desde 2004, el equipo que más puntos sumara en el triple enfrentamiento entre Sounders, Timbers y Whitecaps en la división en la que compitieran conseguía la Cascadia Cup, un torneo ideado por miembros de las tres aficiones (que incluso habían costeado el trofeo físico que se entrega al ganador), así que la MLS se congratuló de encontrarse con el trabajo hecho.
Pero tras dos exitosos años bajo el paraguas de la MLS, alguien en la sede de la liga en Nueva York revisó sus papeles y descubrió que el nombre de “Cascadia Cup” no estaba registrado comercialmente ni en Estados Unidos ni en Canadá, e inició el proceso para poner las cosas en orden (y por “poner en orden” debe entenderse “registrarlo como propiedad de la MLS sin decírselo a nadie”). Nada nuevo, porque ya en mayo de 2012 se había apropiado sin demasiado ruido de la Rocky Mountain Cup para sacarle unas perras a Subaru por el patrocinio. Pero si bien en Colorado y Utah la gente no se había quejado demasiado, al otro lado de la cordillera se desató la tormenta: los aficionados de Cascadia se consideran (mejor dicho, son) los creadores del trofeo y han sido ninguneados y obviados por la MLS, así que se han unido en un acto sin precedentes para iniciar otro proceso de registro por su cuenta. El conflicto está servido porque, aunque la Oficina de Marcas y Patentes de los Estados Unidos sólo permite registrar la marca al creador del concepto, su uso por parte de la MLS durante estos años sin que los aficionados lo reclamaran confiere también ciertos derechos a la Liga y no está del todo claro quién llevaría las de ganar. Situación que, obviamente, se repite ante la Oficina de Propiedad Intelectual de Canadá.
Viendo cómo las reacciones van subiendo de tono e intensidad, la MLS se ha apresurado a decir que sólo actúa para proteger a los aficionados de hipotéticos piratas, y achaca el conflicto a una mala comunicación de sus intenciones. Aceptaríamos barco de no ser por el precedente de la Subaru Rocky Mountain Cup y porque se muestra decidida a presentar batalla para poder explotar comercialmente la Cascadia Cup sin interferencias: ya ha dejado caer que si los hinchas se hacen con la marca registrada no permitiría asociar a ella los demás elementos propiedad de la MLS (por ejemplo, imágenes o los nombres reales de los equipos). Los cascadianos, que niegan tener interés comercial alguno, critican que la MLS haya querido hacer negocio a sus espaldas con algo que les pertenece y apelan a su orgullo regional para resistir las afrentas de los advenedizos de la costa Este. De aquí a plantarse otra vez en las autopistas sólo hay un paso. Tweet
Corría el año 1805 cuando, por mandato del presidente Thomas Jefferson, la expedición de Meriwether Lewis y William Clark cruzó las Rocosas, llegó a la costa noroeste del Pacífico y reclamó para los recién creados Estados Unidos de América unos territorios por los que pronto pugnaron también España (su primer descubridor) y Reino Unido (su primer explotador). No es cuestión de profundizar en una disputa decimonónica de la que, para no romper con las costumbres de la época, salimos perdiendo; digamos simplemente que con el correr del siglo una parte acabó siendo para Estados Unidos y otra para los hijos de la Gran Bretaña, que luego dejarían bajo administración de Canadá. En lo que a España respecta, una vez perdida la soleada California, pues para qué volver por allí.
El caso es que entre los pioneros que acabaron habitando esa zona se desarrolló cierto sentimiento identitario que se plasmó a finales del siglo XIX y principios del XX en varios movimientos políticos e incluso revolucionarios (en 1940 algunos grupos armados llegaron a cobrar peajes en las autopistas interestatales) que pretendían la independencia para un territorio que dieron en llamar Cascadia por los numerosos saltos de agua que salpican los verdes bosques que se extienden desde las estribaciones de las Rocosas hasta la costa del Pacífico, en los actuales estados de Oregón, Washington y la Columbia Británica canadiense. Un nacionalismo light que ha acabado derivando en poco más que una cuestión de orgullosa diferenciación sociocultural con respecto al resto de Estados Unidos y Canadá que de vez en cuando se hace notar, como cuando algún estado de la zona legaliza el consumo de marihuana. Aunque hay quien insiste en que el movimiento secesionista sigue latente, lo cierto es que nadie pide en voz alta la independencia real de Cascadia, aunque en Cascadia sí que alzan la voz cuando algo que llega de la lejana costa atlántica no les gusta.
Esta vez quienes han puesto el grito en el cielo han sido los aficionados al soccer, y no para celebrar un gol: más bien ha sido para evitar que se lo colaran. Quizás por aquello de la diferenciación con el resto de compatriotas, en la zona del conflicto sí hay una gran base de seguidores del balompié; seguidores que, dicho sea de paso, se sienten algo marginados por los rectores del soccer patrio. Pese a la numerosa afición existente la MLS tardó trece largos años en desembarcar en la costa noroeste (más que nada porque nadie en aquel remoto rincón parecía por la labor de poner la pasta necesaria) pero, cuando lo hizo, fue a por todas: Seattle Sounders comenzó a competir en 2009, y Portland Timbers y Vancouver Whitecaps hicieron lo propio en 2011. La apuesta de la MLS fue a caballo ganador y las tres hinchadas, enconadas rivales desde los tiempos de la NASL y encantadas de reencontrarse en la máxima categoría tras demasiados años vagando por ligas menores, le dieron aún más pasión y colorido a unas gradas más acostumbradas a ser un tranquilo merendero familiar que un ruidoso nido de fanáticos futboleros.
El nacimiento de la Cascadia Cup
Desde sus inicios la MLS ha tratado de promover rivalidades más o menos artificiales entre sus franquicias para atraer al público, y uno de los medios para conseguirlo son trofeos paralelos que se otorgan en función de los enfrentamientos ligueros de los equipos que interesa “enemistar”. Algunos de ellos los crea directamente la Liga y otros surgen espontáneamente entre los aficionados, como la Rocky Mountain Cup (entre Colorado Rapids y Real Salt Lake). Con su expansión hacia el noroeste la Liga se topó con un pique real y ya organizado: desde 2004, el equipo que más puntos sumara en el triple enfrentamiento entre Sounders, Timbers y Whitecaps en la división en la que compitieran conseguía la Cascadia Cup, un torneo ideado por miembros de las tres aficiones (que incluso habían costeado el trofeo físico que se entrega al ganador), así que la MLS se congratuló de encontrarse con el trabajo hecho.
Pero tras dos exitosos años bajo el paraguas de la MLS, alguien en la sede de la liga en Nueva York revisó sus papeles y descubrió que el nombre de “Cascadia Cup” no estaba registrado comercialmente ni en Estados Unidos ni en Canadá, e inició el proceso para poner las cosas en orden (y por “poner en orden” debe entenderse “registrarlo como propiedad de la MLS sin decírselo a nadie”). Nada nuevo, porque ya en mayo de 2012 se había apropiado sin demasiado ruido de la Rocky Mountain Cup para sacarle unas perras a Subaru por el patrocinio. Pero si bien en Colorado y Utah la gente no se había quejado demasiado, al otro lado de la cordillera se desató la tormenta: los aficionados de Cascadia se consideran (mejor dicho, son) los creadores del trofeo y han sido ninguneados y obviados por la MLS, así que se han unido en un acto sin precedentes para iniciar otro proceso de registro por su cuenta. El conflicto está servido porque, aunque la Oficina de Marcas y Patentes de los Estados Unidos sólo permite registrar la marca al creador del concepto, su uso por parte de la MLS durante estos años sin que los aficionados lo reclamaran confiere también ciertos derechos a la Liga y no está del todo claro quién llevaría las de ganar. Situación que, obviamente, se repite ante la Oficina de Propiedad Intelectual de Canadá.
Viendo cómo las reacciones van subiendo de tono e intensidad, la MLS se ha apresurado a decir que sólo actúa para proteger a los aficionados de hipotéticos piratas, y achaca el conflicto a una mala comunicación de sus intenciones. Aceptaríamos barco de no ser por el precedente de la Subaru Rocky Mountain Cup y porque se muestra decidida a presentar batalla para poder explotar comercialmente la Cascadia Cup sin interferencias: ya ha dejado caer que si los hinchas se hacen con la marca registrada no permitiría asociar a ella los demás elementos propiedad de la MLS (por ejemplo, imágenes o los nombres reales de los equipos). Los cascadianos, que niegan tener interés comercial alguno, critican que la MLS haya querido hacer negocio a sus espaldas con algo que les pertenece y apelan a su orgullo regional para resistir las afrentas de los advenedizos de la costa Este. De aquí a plantarse otra vez en las autopistas sólo hay un paso. Tweet
martes, 15 de enero de 2013
El invierno del fútbol
Por snedecor
Pasan las Navidades y sus diferentes personajes cargados de regalos, y otro año más el único que de verdad sale ganando de todo este batiburrillo de envoltorios rasgados, digestiones pesadas y borracheras socialmente aceptadas es el ínclito Ken Follet. Su último engendro, El invierno del mundo, copa, Grey aparte, las listas de tochos más vendidos (y regalados), para desgracia de la Amazonia (la real, no la virtual) y júbilo de sus editores.
Por suerte, esta vez a nadie se le ha ocurrido obsequiarme con tan magna obra. No quieran ver en estas líneas una crítica al canoso escritor galés; simplemente he llegado al límite de mi aguante, cansado de historias entrecruzadas, de guerras y viajes iniciáticos, de juegos de poder y romances imposibles entre personajes pretendidamente interesantes que, a pesar de su humilde origen, acaban siempre cruzándose con los grandes nombres de la Historia. Sí, estoy harto de la literatura como producto de consumo de masas, pero no por ello dejo de presentar mis respetos a quien, como Follet, consigue fabricar un best seller tras otro con la precisión de un maestro relojero suizo. Quienes no somos capaces de escribir ni una mísera cuartilla en seis meses no estamos en condiciones de criticar a nadie.
Viene todo esto a cuento de que el título de su último libro ha resultado inspirador, al menos para mí. El invierno del mundo, el invierno del fútbol, el fútbol en invierno. Ya pocos se obcecan en no reconocer a Messi como el mejor del mundo hasta que no haya jugado en una noche de invierno en Stoke. No creo que una gélida noche de Zaragoza o Valladolid tenga mucho que envidiar a una velada a orillas del Trent, pero sí es verdad que, si el argentino jugara en Inglaterra, tendría más posibilidades de exhibirse al relente, aunque sólo sea por una simple cuestión de calendario. Mientras en España el balón para por convenio, en la cuna de los movimientos sindicales los profesionales del asunto hace tiempo que entendieron (o les hicieron entender) que ellos no son simples proletarios, sino artistas y entretenedores que, como dicta su naturaleza, se deben al público que les paga. Así que el invierno (y las fiestas navideñas) se reciben con Boxing Day, jornada de año nuevo y, para rematar, ronda de FA Cup con los grandes en el bombo; aquí para poder librar el 23 de diciembre hubo que descabalgar, una vez más, una ronda de Copa del Rey.
Pero además de por el parón sindical, el invierno del fútbol en España viene indefectiblemente marcado por la placa de hielo del estadio de Los Pajaritos: tras el solsticio las sombras se tornan perpetuas en el fondo sur del campo soriano y sobre el sufrido verde aparece una banquisa de veinte metros de largo que abarca todo el ancho del terreno de juego, cubriendo con su resbaladiza superficie todo un área que se convierte en escenario de pifias, patinazos y carambolas varias que, como los libros de Ken Follet, acuden fieles a su cita en cuanto se agota el eco de los cantos de los niños de San Ildefonso. No hay aluminio, goma o multitaco capaz de domeñar al coloso blanco: balones, futbolistas e incluso árbitros imprudentes quedan a merced de los caprichos de la traicionera placa, tan fiel a su abono de media temporada como el más irreductible de los numantinos. El pasado domingo apareció tímidamente para el encuentro ante Las Palmas y, causalidad o no, en esa portería entraron los tres goles del cuadro local; es de esperar que en estas dos semanas sin partidos en casa haya terminado su puesta a punto y la escarcha permanezca en su sitio hasta bien entrada la primavera.
Mientras tanto, el sufrido público soriano se dispone a afrontar estoicamente y con castellana entereza los rigores de la estación, sabedor de que este año no sólo tiritarán las gradas: por primera vez en siete temporadas, el C.D. Numancia cerró el ejercicio con pérdidas. A base de descartes y de jóvenes promesas que en realidad no prometen (ni piden) demasiado, el club había conseguido ser un oasis de buen hacer en el seno de una Liga que de Profesional, al menos en los despachos, parece que tiene sólo el nombre. Pero al final ni el férreo control presupuestario que siempre ha caracterizado la larga y fructífera etapa de Francisco Rubio al frente de la entidad rojilla ha resistido a los embates de la crisis. Nada verdaderamente preocupante, apenas 140.000 euros, pero una señal más para alarmarse. ¿Cuánto más durará este invierno? Ni Follet lo sabe. Que San Saturio nos ampare. Tweet
Pasan las Navidades y sus diferentes personajes cargados de regalos, y otro año más el único que de verdad sale ganando de todo este batiburrillo de envoltorios rasgados, digestiones pesadas y borracheras socialmente aceptadas es el ínclito Ken Follet. Su último engendro, El invierno del mundo, copa, Grey aparte, las listas de tochos más vendidos (y regalados), para desgracia de la Amazonia (la real, no la virtual) y júbilo de sus editores.
Por suerte, esta vez a nadie se le ha ocurrido obsequiarme con tan magna obra. No quieran ver en estas líneas una crítica al canoso escritor galés; simplemente he llegado al límite de mi aguante, cansado de historias entrecruzadas, de guerras y viajes iniciáticos, de juegos de poder y romances imposibles entre personajes pretendidamente interesantes que, a pesar de su humilde origen, acaban siempre cruzándose con los grandes nombres de la Historia. Sí, estoy harto de la literatura como producto de consumo de masas, pero no por ello dejo de presentar mis respetos a quien, como Follet, consigue fabricar un best seller tras otro con la precisión de un maestro relojero suizo. Quienes no somos capaces de escribir ni una mísera cuartilla en seis meses no estamos en condiciones de criticar a nadie.
Viene todo esto a cuento de que el título de su último libro ha resultado inspirador, al menos para mí. El invierno del mundo, el invierno del fútbol, el fútbol en invierno. Ya pocos se obcecan en no reconocer a Messi como el mejor del mundo hasta que no haya jugado en una noche de invierno en Stoke. No creo que una gélida noche de Zaragoza o Valladolid tenga mucho que envidiar a una velada a orillas del Trent, pero sí es verdad que, si el argentino jugara en Inglaterra, tendría más posibilidades de exhibirse al relente, aunque sólo sea por una simple cuestión de calendario. Mientras en España el balón para por convenio, en la cuna de los movimientos sindicales los profesionales del asunto hace tiempo que entendieron (o les hicieron entender) que ellos no son simples proletarios, sino artistas y entretenedores que, como dicta su naturaleza, se deben al público que les paga. Así que el invierno (y las fiestas navideñas) se reciben con Boxing Day, jornada de año nuevo y, para rematar, ronda de FA Cup con los grandes en el bombo; aquí para poder librar el 23 de diciembre hubo que descabalgar, una vez más, una ronda de Copa del Rey.
Pero además de por el parón sindical, el invierno del fútbol en España viene indefectiblemente marcado por la placa de hielo del estadio de Los Pajaritos: tras el solsticio las sombras se tornan perpetuas en el fondo sur del campo soriano y sobre el sufrido verde aparece una banquisa de veinte metros de largo que abarca todo el ancho del terreno de juego, cubriendo con su resbaladiza superficie todo un área que se convierte en escenario de pifias, patinazos y carambolas varias que, como los libros de Ken Follet, acuden fieles a su cita en cuanto se agota el eco de los cantos de los niños de San Ildefonso. No hay aluminio, goma o multitaco capaz de domeñar al coloso blanco: balones, futbolistas e incluso árbitros imprudentes quedan a merced de los caprichos de la traicionera placa, tan fiel a su abono de media temporada como el más irreductible de los numantinos. El pasado domingo apareció tímidamente para el encuentro ante Las Palmas y, causalidad o no, en esa portería entraron los tres goles del cuadro local; es de esperar que en estas dos semanas sin partidos en casa haya terminado su puesta a punto y la escarcha permanezca en su sitio hasta bien entrada la primavera.
Mientras tanto, el sufrido público soriano se dispone a afrontar estoicamente y con castellana entereza los rigores de la estación, sabedor de que este año no sólo tiritarán las gradas: por primera vez en siete temporadas, el C.D. Numancia cerró el ejercicio con pérdidas. A base de descartes y de jóvenes promesas que en realidad no prometen (ni piden) demasiado, el club había conseguido ser un oasis de buen hacer en el seno de una Liga que de Profesional, al menos en los despachos, parece que tiene sólo el nombre. Pero al final ni el férreo control presupuestario que siempre ha caracterizado la larga y fructífera etapa de Francisco Rubio al frente de la entidad rojilla ha resistido a los embates de la crisis. Nada verdaderamente preocupante, apenas 140.000 euros, pero una señal más para alarmarse. ¿Cuánto más durará este invierno? Ni Follet lo sabe. Que San Saturio nos ampare. Tweet
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