Por snedecor
Corría el año 1805 cuando, por mandato del presidente Thomas Jefferson, la expedición de Meriwether Lewis y William Clark cruzó las Rocosas, llegó a la costa noroeste del Pacífico y reclamó para los recién creados Estados Unidos de América unos territorios por los que pronto pugnaron también España (su primer descubridor) y Reino Unido (su primer explotador). No es cuestión de profundizar en una disputa decimonónica de la que, para no romper con las costumbres de la época, salimos perdiendo; digamos simplemente que con el correr del siglo una parte acabó siendo para Estados Unidos y otra para los hijos de la Gran Bretaña, que luego dejarían bajo administración de Canadá. En lo que a España respecta, una vez perdida la soleada California, pues para qué volver por allí.
El caso es que entre los pioneros que acabaron habitando esa zona se desarrolló cierto sentimiento identitario que se plasmó a finales del siglo XIX y principios del XX en varios movimientos políticos e incluso revolucionarios (en 1940 algunos grupos armados llegaron a cobrar peajes en las autopistas interestatales) que pretendían la independencia para un territorio que dieron en llamar Cascadia por los numerosos saltos de agua que salpican los verdes bosques que se extienden desde las estribaciones de las Rocosas hasta la costa del Pacífico, en los actuales estados de Oregón, Washington y la Columbia Británica canadiense. Un nacionalismo light que ha acabado derivando en poco más que una cuestión de orgullosa diferenciación sociocultural con respecto al resto de Estados Unidos y Canadá que de vez en cuando se hace notar, como cuando algún estado de la zona legaliza el consumo de marihuana. Aunque hay quien insiste en que el movimiento secesionista sigue latente, lo cierto es que nadie pide en voz alta la independencia real de Cascadia, aunque en Cascadia sí que alzan la voz cuando algo que llega de la lejana costa atlántica no les gusta.
Esta vez quienes han puesto el grito en el cielo han sido los aficionados al soccer, y no para celebrar un gol: más bien ha sido para evitar que se lo colaran. Quizás por aquello de la diferenciación con el resto de compatriotas, en la zona del conflicto sí hay una gran base de seguidores del balompié; seguidores que, dicho sea de paso, se sienten algo marginados por los rectores del soccer patrio. Pese a la numerosa afición existente la MLS tardó trece largos años en desembarcar en la costa noroeste (más que nada porque nadie en aquel remoto rincón parecía por la labor de poner la pasta necesaria) pero, cuando lo hizo, fue a por todas: Seattle Sounders comenzó a competir en 2009, y Portland Timbers y Vancouver Whitecaps hicieron lo propio en 2011. La apuesta de la MLS fue a caballo ganador y las tres hinchadas, enconadas rivales desde los tiempos de la NASL y encantadas de reencontrarse en la máxima categoría tras demasiados años vagando por ligas menores, le dieron aún más pasión y colorido a unas gradas más acostumbradas a ser un tranquilo merendero familiar que un ruidoso nido de fanáticos futboleros.
El nacimiento de la Cascadia Cup
Desde sus inicios la MLS ha tratado de promover rivalidades más o menos artificiales entre sus franquicias para atraer al público, y uno de los medios para conseguirlo son trofeos paralelos que se otorgan en función de los enfrentamientos ligueros de los equipos que interesa “enemistar”. Algunos de ellos los crea directamente la Liga y otros surgen espontáneamente entre los aficionados, como la Rocky Mountain Cup (entre Colorado Rapids y Real Salt Lake). Con su expansión hacia el noroeste la Liga se topó con un pique real y ya organizado: desde 2004, el equipo que más puntos sumara en el triple enfrentamiento entre Sounders, Timbers y Whitecaps en la división en la que compitieran conseguía la Cascadia Cup, un torneo ideado por miembros de las tres aficiones (que incluso habían costeado el trofeo físico que se entrega al ganador), así que la MLS se congratuló de encontrarse con el trabajo hecho.
Pero tras dos exitosos años bajo el paraguas de la MLS, alguien en la sede de la liga en Nueva York revisó sus papeles y descubrió que el nombre de “Cascadia Cup” no estaba registrado comercialmente ni en Estados Unidos ni en Canadá, e inició el proceso para poner las cosas en orden (y por “poner en orden” debe entenderse “registrarlo como propiedad de la MLS sin decírselo a nadie”). Nada nuevo, porque ya en mayo de 2012 se había apropiado sin demasiado ruido de la Rocky Mountain Cup para sacarle unas perras a Subaru por el patrocinio. Pero si bien en Colorado y Utah la gente no se había quejado demasiado, al otro lado de la cordillera se desató la tormenta: los aficionados de Cascadia se consideran (mejor dicho, son) los creadores del trofeo y han sido ninguneados y obviados por la MLS, así que se han unido en un acto sin precedentes para iniciar otro proceso de registro por su cuenta. El conflicto está servido porque, aunque la Oficina de Marcas y Patentes de los Estados Unidos sólo permite registrar la marca al creador del concepto, su uso por parte de la MLS durante estos años sin que los aficionados lo reclamaran confiere también ciertos derechos a la Liga y no está del todo claro quién llevaría las de ganar. Situación que, obviamente, se repite ante la Oficina de Propiedad Intelectual de Canadá.
Viendo cómo las reacciones van subiendo de tono e intensidad, la MLS se ha apresurado a decir que sólo actúa para proteger a los aficionados de hipotéticos piratas, y achaca el conflicto a una mala comunicación de sus intenciones. Aceptaríamos barco de no ser por el precedente de la Subaru Rocky Mountain Cup y porque se muestra decidida a presentar batalla para poder explotar comercialmente la Cascadia Cup sin interferencias: ya ha dejado caer que si los hinchas se hacen con la marca registrada no permitiría asociar a ella los demás elementos propiedad de la MLS (por ejemplo, imágenes o los nombres reales de los equipos). Los cascadianos, que niegan tener interés comercial alguno, critican que la MLS haya querido hacer negocio a sus espaldas con algo que les pertenece y apelan a su orgullo regional para resistir las afrentas de los advenedizos de la costa Este. De aquí a plantarse otra vez en las autopistas sólo hay un paso.
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miércoles, 30 de enero de 2013
martes, 15 de enero de 2013
El invierno del fútbol
Por snedecor
Pasan las Navidades y sus diferentes personajes cargados de regalos, y otro año más el único que de verdad sale ganando de todo este batiburrillo de envoltorios rasgados, digestiones pesadas y borracheras socialmente aceptadas es el ínclito Ken Follet. Su último engendro, El invierno del mundo, copa, Grey aparte, las listas de tochos más vendidos (y regalados), para desgracia de la Amazonia (la real, no la virtual) y júbilo de sus editores.
Por suerte, esta vez a nadie se le ha ocurrido obsequiarme con tan magna obra. No quieran ver en estas líneas una crítica al canoso escritor galés; simplemente he llegado al límite de mi aguante, cansado de historias entrecruzadas, de guerras y viajes iniciáticos, de juegos de poder y romances imposibles entre personajes pretendidamente interesantes que, a pesar de su humilde origen, acaban siempre cruzándose con los grandes nombres de la Historia. Sí, estoy harto de la literatura como producto de consumo de masas, pero no por ello dejo de presentar mis respetos a quien, como Follet, consigue fabricar un best seller tras otro con la precisión de un maestro relojero suizo. Quienes no somos capaces de escribir ni una mísera cuartilla en seis meses no estamos en condiciones de criticar a nadie.
Viene todo esto a cuento de que el título de su último libro ha resultado inspirador, al menos para mí. El invierno del mundo, el invierno del fútbol, el fútbol en invierno. Ya pocos se obcecan en no reconocer a Messi como el mejor del mundo hasta que no haya jugado en una noche de invierno en Stoke. No creo que una gélida noche de Zaragoza o Valladolid tenga mucho que envidiar a una velada a orillas del Trent, pero sí es verdad que, si el argentino jugara en Inglaterra, tendría más posibilidades de exhibirse al relente, aunque sólo sea por una simple cuestión de calendario. Mientras en España el balón para por convenio, en la cuna de los movimientos sindicales los profesionales del asunto hace tiempo que entendieron (o les hicieron entender) que ellos no son simples proletarios, sino artistas y entretenedores que, como dicta su naturaleza, se deben al público que les paga. Así que el invierno (y las fiestas navideñas) se reciben con Boxing Day, jornada de año nuevo y, para rematar, ronda de FA Cup con los grandes en el bombo; aquí para poder librar el 23 de diciembre hubo que descabalgar, una vez más, una ronda de Copa del Rey.
Pero además de por el parón sindical, el invierno del fútbol en España viene indefectiblemente marcado por la placa de hielo del estadio de Los Pajaritos: tras el solsticio las sombras se tornan perpetuas en el fondo sur del campo soriano y sobre el sufrido verde aparece una banquisa de veinte metros de largo que abarca todo el ancho del terreno de juego, cubriendo con su resbaladiza superficie todo un área que se convierte en escenario de pifias, patinazos y carambolas varias que, como los libros de Ken Follet, acuden fieles a su cita en cuanto se agota el eco de los cantos de los niños de San Ildefonso. No hay aluminio, goma o multitaco capaz de domeñar al coloso blanco: balones, futbolistas e incluso árbitros imprudentes quedan a merced de los caprichos de la traicionera placa, tan fiel a su abono de media temporada como el más irreductible de los numantinos. El pasado domingo apareció tímidamente para el encuentro ante Las Palmas y, causalidad o no, en esa portería entraron los tres goles del cuadro local; es de esperar que en estas dos semanas sin partidos en casa haya terminado su puesta a punto y la escarcha permanezca en su sitio hasta bien entrada la primavera.
Mientras tanto, el sufrido público soriano se dispone a afrontar estoicamente y con castellana entereza los rigores de la estación, sabedor de que este año no sólo tiritarán las gradas: por primera vez en siete temporadas, el C.D. Numancia cerró el ejercicio con pérdidas. A base de descartes y de jóvenes promesas que en realidad no prometen (ni piden) demasiado, el club había conseguido ser un oasis de buen hacer en el seno de una Liga que de Profesional, al menos en los despachos, parece que tiene sólo el nombre. Pero al final ni el férreo control presupuestario que siempre ha caracterizado la larga y fructífera etapa de Francisco Rubio al frente de la entidad rojilla ha resistido a los embates de la crisis. Nada verdaderamente preocupante, apenas 140.000 euros, pero una señal más para alarmarse. ¿Cuánto más durará este invierno? Ni Follet lo sabe. Que San Saturio nos ampare. Tweet
Pasan las Navidades y sus diferentes personajes cargados de regalos, y otro año más el único que de verdad sale ganando de todo este batiburrillo de envoltorios rasgados, digestiones pesadas y borracheras socialmente aceptadas es el ínclito Ken Follet. Su último engendro, El invierno del mundo, copa, Grey aparte, las listas de tochos más vendidos (y regalados), para desgracia de la Amazonia (la real, no la virtual) y júbilo de sus editores.
Por suerte, esta vez a nadie se le ha ocurrido obsequiarme con tan magna obra. No quieran ver en estas líneas una crítica al canoso escritor galés; simplemente he llegado al límite de mi aguante, cansado de historias entrecruzadas, de guerras y viajes iniciáticos, de juegos de poder y romances imposibles entre personajes pretendidamente interesantes que, a pesar de su humilde origen, acaban siempre cruzándose con los grandes nombres de la Historia. Sí, estoy harto de la literatura como producto de consumo de masas, pero no por ello dejo de presentar mis respetos a quien, como Follet, consigue fabricar un best seller tras otro con la precisión de un maestro relojero suizo. Quienes no somos capaces de escribir ni una mísera cuartilla en seis meses no estamos en condiciones de criticar a nadie.
Viene todo esto a cuento de que el título de su último libro ha resultado inspirador, al menos para mí. El invierno del mundo, el invierno del fútbol, el fútbol en invierno. Ya pocos se obcecan en no reconocer a Messi como el mejor del mundo hasta que no haya jugado en una noche de invierno en Stoke. No creo que una gélida noche de Zaragoza o Valladolid tenga mucho que envidiar a una velada a orillas del Trent, pero sí es verdad que, si el argentino jugara en Inglaterra, tendría más posibilidades de exhibirse al relente, aunque sólo sea por una simple cuestión de calendario. Mientras en España el balón para por convenio, en la cuna de los movimientos sindicales los profesionales del asunto hace tiempo que entendieron (o les hicieron entender) que ellos no son simples proletarios, sino artistas y entretenedores que, como dicta su naturaleza, se deben al público que les paga. Así que el invierno (y las fiestas navideñas) se reciben con Boxing Day, jornada de año nuevo y, para rematar, ronda de FA Cup con los grandes en el bombo; aquí para poder librar el 23 de diciembre hubo que descabalgar, una vez más, una ronda de Copa del Rey.
Pero además de por el parón sindical, el invierno del fútbol en España viene indefectiblemente marcado por la placa de hielo del estadio de Los Pajaritos: tras el solsticio las sombras se tornan perpetuas en el fondo sur del campo soriano y sobre el sufrido verde aparece una banquisa de veinte metros de largo que abarca todo el ancho del terreno de juego, cubriendo con su resbaladiza superficie todo un área que se convierte en escenario de pifias, patinazos y carambolas varias que, como los libros de Ken Follet, acuden fieles a su cita en cuanto se agota el eco de los cantos de los niños de San Ildefonso. No hay aluminio, goma o multitaco capaz de domeñar al coloso blanco: balones, futbolistas e incluso árbitros imprudentes quedan a merced de los caprichos de la traicionera placa, tan fiel a su abono de media temporada como el más irreductible de los numantinos. El pasado domingo apareció tímidamente para el encuentro ante Las Palmas y, causalidad o no, en esa portería entraron los tres goles del cuadro local; es de esperar que en estas dos semanas sin partidos en casa haya terminado su puesta a punto y la escarcha permanezca en su sitio hasta bien entrada la primavera.
Mientras tanto, el sufrido público soriano se dispone a afrontar estoicamente y con castellana entereza los rigores de la estación, sabedor de que este año no sólo tiritarán las gradas: por primera vez en siete temporadas, el C.D. Numancia cerró el ejercicio con pérdidas. A base de descartes y de jóvenes promesas que en realidad no prometen (ni piden) demasiado, el club había conseguido ser un oasis de buen hacer en el seno de una Liga que de Profesional, al menos en los despachos, parece que tiene sólo el nombre. Pero al final ni el férreo control presupuestario que siempre ha caracterizado la larga y fructífera etapa de Francisco Rubio al frente de la entidad rojilla ha resistido a los embates de la crisis. Nada verdaderamente preocupante, apenas 140.000 euros, pero una señal más para alarmarse. ¿Cuánto más durará este invierno? Ni Follet lo sabe. Que San Saturio nos ampare. Tweet
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