miércoles, 23 de febrero de 2011

El partido del 23-F

Por Sopenilla
A estas alturas de la historia, y más tratándose de una conmemoración, la sucesión de los hechos resulta poco menos que familiar. Eran las seis y media de la tarde del 23 de febrero de 1981 cuando este país asistía a la enésima intervención militarista en la vida pública desde hacía dos siglos. Por entonces, las nuevas tecnologías informativas se reducían a un par de canales televisivos, unos cuantos periódicos que daban mayor variedad cromática a la prensa que hoy día y, por fortuna, una línea de sonido abierta en conexión con los estudios de la cadena SER. A través de este resquicio, la radio pudo hacer suya esa instantaneidad que, actualmente, parece haber perdido en favor de la red.

Tejero se había adueñado de la cámara baja, pero la noticia estaba igualmente fuera del hemiciclo. Asegurado el hilo directo con la carrera de San Jerónimo, los responsables de Gran Vía decidieron mover sus fichas. Eugenio Fontán, el director general de la SER, y Tomás Varela, su adjunto, optaron de entrada por cerrar las puertas del edificio en previsión de que fuera tomado por los golpistas, como había sucedido en RTVE. Instalados ambos en el estudio en el que Juan Rodríguez realizaba de madrugada el precedente de “Hablar por Hablar” –“De la noche a la mañana”–, comenzaron a grabar la emisión que Rafael Luis Díaz y Mariano Revilla hicieron llegar desde las Cortes.

Al hilo de los detalles que fueron dando redactor y técnico, con el cuadro directivo reunido al completo –incluidos los responsables de informativos, desde Fernando Ónega hasta Javier González Ferrari– en el citado estudio, se organizó la cobertura. Por un lado, Antonio Jiménez se desplazó con una unidad móvil hasta la plaza de Neptuno para narrar en directo lo que viese desde allí, además de tener un oído pendiente de todo lo que aconteciese tras las puertas del Hotel Palace, donde subsecretarios y demás autoridades habían montado su particular gabinete de crisis. Por otro, la emisora contactó con el resto de cabeceras regionales para conocer el alcance de la intentona.

García, mientras tanto, observaba las reacciones de sus superiores al tiempo que masticaba los datos escupidos por los teletipos. Teóricamente, él entraba en antena a partir de la medianoche con su “Extra”. Conforme se fue acercando la hora, preguntó a Tomás Martín Blanco, director de programas, y a Fontán qué sucedería esa noche. De acuerdo con su versión, el primero le instó a “hacer un programa normal porque RNE, a las 22.00 h., con el Congreso ya tomado, había hecho ‘Radio Gaceta de los deportes’”. Sin embargo, otra versión interna, la facilitada por Juan Rodríguez, apunta más bien a que las respuestas de los directivos se limitaron, inicialmente, a esperar acontecimientos; y más tarde, pasadas las 11, a descargarle de la obligación de realizar el programa.

Del Hotel Palace a la calle

El caso es que, lejos de marcharse a casa, García se dirigió al lugar de los hechos. Encaramado al coche que transportaba la unidad móvil, tomó el micrófono de Antonio Jiménez y empezó a retransmitir al más puro estilo carrusel deportivo. Llegados a este punto, como no podía ser de otra manera, la interpretación tiende a bifurcarse entre el afán de protagonismo y el celo profesional.

Entre sus compañeros y subordinados, la maniobra sería vista a posteriori como un pulso a la dirección de la cadena. Ante la decisión de prescindir de sus servicios para contar el desarrollo del golpe, García habría optado por no dejar escapar la oportunidad de obtener primicias, valiéndose para ello de sus buenos contactos entre los militares. En su justificación, por el contrario, él mismo ha asegurado que fue su negativa a hacer su espacio deportivo en detrimento de lo que pasaba en el Congreso, lo que le resolvió precisamente a ignorar las indicaciones de Martín Blanco.

Lo más probable, no obstante, es que las dos suposiciones, cada cual con su porción de exactitud, no sólo digan medias verdades, sino que sinceramente no mientan. La dirección de la cadena estaba resuelta a priorizar lo que sucediese en el Congreso, con lo que resulta poco creíble que Martín Blanco pensase continuar con la programación habitual. García, por su parte, se consideraba un periodista con la suficiente raza como para no recluirse en su despacho en esa tesitura.

De hecho, tiempo después, no ha tenido rubor en admitir que alguno de los golpistas hizo la vista gorda para dejarle meter el micrófono. En cualquier otro, esto sería una bravuconada; en García, es algo que no conviene descartar por completo de antemano. Según su propio testimonio, al verle llegar un capitán de una unidad de la Policía Nacional le dijo: “¿A dónde vas García, si ahí no está Pablo Pablito Pablete”? De inmediato, el mismo mando miró para otro lado y le permitió pasar.

Lo cierto es que, a la postre, tanto la SER como García serían reconocidos por su labor durante las casi veinte horas que duró el proceso. Pero ya entonces, como ahora, el prestigio ante la opinión pública tendía a disociar el mérito personal del periodista de la estima hacia la empresa para la que trabajaba. Bastó un desacuerdo con Fontán a propósito de Pío Cabanillas para que sus oyentes se transformaran temporalmente en televidentes. El golpe de Tejero era ya historia. El de SuperGarcía en las ondas estaba por llegar.

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