Por Sopenilla
De la misma manera que en la hora del triunfo todo el mundo es corresponsable del éxito, cuando vienen mal dadas siempre hay una única víctima propiciatoria convenientemente escogida para el holocausto público. Es el sino de cualquier técnico, entre cuyos méritos ha de figurar el que su cabeza sea capaz de soportar el peso psicológico de ser segada en el momento menos pensado. Lo extraño suele ser que el desalojo del banquillo lleve aparejado, casi de ipso facto, la imposición de la insignia de oro por parte del club que lo arrendó a su cargo. Podría parecer una ironía perversa si no fuera porque, en el caso del Real Valladolid, la figura de José Luis Mendilíbar es algo más que una cuestión de Estado.
Mendilíbar (Zaldíbar, 1961) representa mejor que nadie la encarnación del carácter vasco en el pellejo de un entrenador. Cabezota, pero honesto, desde el momento en que la titulación oficial le permitió dirigir un equipo, él mismo se autoimpuso el trabajo y la constancia como receta para alcanzar el éxito. Sin duda, la conciencia de haber sido un jugador discreto, con tendencia a esa mediocridad a la que condenan la pereza y la falta de ambición, le empujaron a tomar esa determinación. Una actitud mediatizada por cierto complejo de culpabilidad al sentir que podía haber llegado a algo más que a simular penaltis vistiendo la camiseta del Sestao.
Escarmentado, pues, en carne propia hasta tal punto que, al margen de sus orígenes, de Mendilíbar se puede decir igualmente que es un entrenador hecho a sí mismo. En el fondo, el éxito que por propia iniciativa se encargó de no saborear fue el bagaje existencial sobre el que cimentó su trayectoria fuera de los terrenos de juego. Un viaje que, casi en forma de redención personal, asumió iniciarlo desde el escalafón más bajo, incrustado como uno más entre los jornaleros del fútbol. Desde que se iniciara con los cachorritos del Athletic hasta que todos miraran a Lanzarote como algo más que un simple destino turístico, el paso de cada temporada no hizo sino confirmarle en sus propias convicciones. Una doctrina que forjó a uno de los pilares más fiables de la “Roja” de cara a la próxima cita mundialista: David Silva.
Héroe y villano
Con estos antecedentes, estaba claro que la mendilina no iba para fármaco de uso universal. Por paradójico que resulte, su aplicación en Bilbao confirmó la teoría de que, en ocasiones, es peor el remedio que la enfermedad. No obstante, por mal que no pese, eso al menos sirvió para que, a su llegada a Valladolid en el verano de 2006, todo el mundo supiese qué había dentro del frasco. Y lo que había es que no era posible ver el recipiente, al mismo tiempo, medio lleno y medio vacío. El Pucela se debatía en esos momentos en la delgada línea que separa la vida de la muerte. De ahí que la ciudad entera se rindiera a sus pies en el momento en que Carlos del Cerro Grande, del colegio madrileño, señaló el final del partido que valió el ascenso en Tenerife. Un retorno a lo grande, saldado a la postre con récord de puntuación incluido (82).
Pese a todo, y fruto de su inconfundible método de trabajo, la profesión de fe implícita que exigía su aceptación continuó manteniendo inalterable el discurso con el que aterrizó sobre el José Zorrilla. Un acto de fidelización que podía resquebrajarse en un vestuario con caras nuevas; en una afición consciente de las diferencias entre 1ª y 2ª; o en una prensa habituada a ejercer de entrenador. Dos temporadas salvando la categoría sobre la bocina, la segunda con una victoria en las últimas doce jornadas, empezaron a activar las alarmas sobre la falta de credibilidad de su mensaje. De tal modo que, al inicio del siguiente curso futbolístico, la misma “vieja guardia” que le empujó al estrellato lo dejó en la estacada. La misma afición que volvió al campo gracias a él, lo abandonó cuestionando su labor al frente de una plantilla rejuvenecida y competitiva. La misma prensa, en definitiva, acostumbrada a disfrutar con sus ruedas de prensa, comenzó a retorcer sus declaraciones.
Al final, volviendo al principio, ya se sabe que la cuerda siempre se rompe por el lado del más débil. Afortunadamente, en este caso, las heridas –si acaso no lo estuvieran ya- han cicatrizado a día de hoy. Aunque las posibilidades de que José Luis Mendilíbar vuelva a dirigir a corto plazo la nave blanquivioleta son remotas, eso no impide que él y Carlos Suárez, el presidente que lo cesó, nombres propios ambos en la historia reciente del Real Valladolid, compartieran impresiones alrededor de una buena mesa cuando el pasado 7 de marzo la embarcación pucelana atracó en Bilbao.
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jueves, 25 de marzo de 2010
Adictos a la “mendilina”
Etiquetas:
Athletic de Bilbao,
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Mendilíbar,
Valladolid
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