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“Están todos locos”, bramó Johan Cruyff. El entrenador holandés se acababa de enterar de que José Luis Núñez, había renovado el contrato de Iván De la Peña por ocho temporadas sin que ni siquiera hubiese debutado en primera división.
El fichaje de De la Peña por el Barça se hizo como se hacían las cosas en 1990: un sobre lacrado, un informe hecho a máquina, un ojeador que ve un partido, una visita a los padres del chaval, probablemente en Los Peñucas, el restaurante de la familia en el barrio pesquero de Santander. Oriol Tort, el enviado de Núñez, no lo tuvo fácil: a mitad de operación se metió el Madrid, que mandó a Paco Gento –cántabro como el chaval- para convencer a la familia De la Peña. Al final, la comparación entre la Masía y la pensión que ofrecía entonces el Madrid acabó por convencer a la madre, Maite, de que el sitio de su hijo estaba junto al Mediterráneo, y así aterrizó en Barcelona Iván De la Peña en agosto de 1991.
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Cien mil personas y un Pequeño Buda
Su cabeza rapada –que causaba furor entre la chavalería barcelonesa- le distinguía de los demás y José Mari Bakero, peso pesado de aquel vestuario, le colgó el apodo de Pequeño Buda. El futbolista siempre defendió que era una cuestión de comodidad, aunque es obvio que su look le hacía sobresalir del resto; otros jugadores como Fadiga o Nakata, por ejemplo, se tiñeron el pelo en los mundiales de 1998 y 2002 para que los ojeadores se fijasen en ellos. Tampoco pareció casual que Iván se echase como novia a Lorena, hija del antiguo jugador del Barça Asensi.
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Como su vida, el juego de De la Peña era vertiginoso: vivía obsesionado con convertir cada balón que tocaba en un pase de gol. Ni corría rápido, ni robaba balones, ni la pegaba fuerte, ni iba de cabeza. No entendía el tiqui, sino el taca. Pero generaba ilusión, y eso bastaba. Tweet
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