lunes, 20 de abril de 2009

Y Vagner Mancini dejó de sufrir

Por Nick Panzeri

El deporte como espejo de la sociedad. La cultura del dinero fácil trasladada al campo de fútbol. Helenio Herrera fue un pionero. Bilardo encumbró el todo vale para ganar. Brasil, patria do jogo bonito, también se rendía al camino más corto después de perder los Mundiales de España y México. Después de más de 20 años traicionando el legado del Brasil del 70, su decadencia, apenas maquillada por el talento que siguen produciendo sus calles, se retrataba este fin de semana.



Semifinales del Campeonato Paulista. El Palmeiras recibe al Santos con la necesidad de ganar para alcanzar la final. Duelo entre las dos grandes perlas del fútbol brasileño: Neymar frente Keirrison.

Con 1-2 para el Santos, en un prototípico partido del actual fútbol brasileño (fútbol moderno lo llaman, para no decir aburrido, antideportivo, lento, violento…) y con el Palmeiras de Luxemburgo (sí, el del dichoso cuadrado mágico) apretando, el técnico visitante encuentra la solución para dejar de sufrir.

A pesar de su juventud (42 años), Vagner Mancini ya tiene claro que los escrúpulos sólo son molestos obstáculos para triunfar. Así que llama a su mejor perro de presa, Domingos, un central con más pinta de portero de discoteca y al que el Murcia de Clemente (Dios los cría y ellos se juntan) intentó fichar esta misma temporada para que entre al campo en sustitución de su mejor hombre: Neymar.

Antes del realizar el cambio, Mancini se acerca a su jugador para adoctrinarle correctamente: “Acaba con el partido, Diego Souza es tu hombre”, debió decirle.

Sin ningún pudor o disimulo, corre desde la banda directamente hacia el atacante del Palmeiras, al que empieza a echar el aliento en el cogote y a dedicar piropos al oído antes incluso de que el balón se haya puesto en juego. Souza se defiende de las provocaciones como puede y el árbitro, siguiendo una justicia más propia de las favelas, expulsa al delantero.

A partir de ese momento, Diego Souza pierde definitivamente los nervios, sobre todo después de que esa gigantesca mole de ébano ruede por el suelo fingiendo una agresión. De ahí en adelante, la vergüenza. Golpes, alboroto, una hinchada encolerizada y sólo una sonrisa sosegada en el estadio. La de Vagner Mancini en su banquillo con la tranquilidad que da haber dejado de sufrir.

PD: Otro ejemplo de la espiral decadente del fútbol brasileño es la pérdida de papeles de una de las pocas perlas que quedan por allí: Thiago Neves, estrella de la canarinha en la pasada olimpiada. En este caso, le toca a un recogepelotas pagar los platos rotos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario