Hacía mucho frío en aquel cuartín lleno de cabezas calientes contra la dictadura. Los hombres estaban imprimiendo unos folletos tan subversivos como su propia reunión, una cita arrancada por cada uno al temor y al disimulo de sus vidas legales, que uno no es revolucionario las 24 horas por mucho que la memoria le engañe después.
La habitación sabía a humo y parecía estar armada de ojos. ¿Cómo si no emprender aquellos ratos de sabotaje a las cañerías de Videla? El miedo. Todo se hacía de reojo y con mil oídos puestos hasta en los enemigos íntimos.
La habitación sabía a humo y parecía estar armada de ojos. ¿Cómo si no emprender aquellos ratos de sabotaje a las cañerías de Videla? El miedo. Todo se hacía de reojo y con mil oídos puestos hasta en los enemigos íntimos.
Los hombres amontonaron los papeles terminados y se los fueron repartiendo. Un paquete cada uno, algunos dos, tres, incluso. Al día siguiente extenderían el mensaje por entre las tripas de una Argentina con demasiados inviernos en 1976.
Se despidieron, salieron del zulo voluntario, miraron a las esquinas y se fueron a la noche de Bahía Blanca para esconder por unas horas aquella guerrilla de imprenta que acababan de inventar.
Se despidieron, salieron del zulo voluntario, miraron a las esquinas y se fueron a la noche de Bahía Blanca para esconder por unas horas aquella guerrilla de imprenta que acababan de inventar.
Andaban nerviosos. No tiene que ser fácil viajar con un pasaporte de muerte en la mochila. La ciudad era un silencio de patrullas, la típica involución de las especies que generan los golpes de Estado, esa insoportable evidencia de saber que cada transeúnte debe tener alguna razón vital para serlo.
Él tenía una muy buena.
Se acercó a su Citroën, abrió el portón trasero y camufló los paquetes de folletos en el maletero, entre unas mantas y unos cachivaches. Arrancó y tiró hacia su casa. Por un rato fue un conductor más, un argentino obedeciendo a los semáforos, como le gustaban las cosas al general. Recorrió varios kilómetros sin más novedad que la de su estómago contraído, una angustia que probaban muchos amigos suyos a diario y que ya empezaba a formar parte de sus mapas interiores. Era un runrún de capricho, como por adelantado. Y era constante, porque uno sí es revolucionario las 24 horas para la ansiedad y los terrores por venir.
Tiempo extra
Cuando estaba llegando a casa, al doblar un cruce que había tomado mil veces, vio algo raro al fondo de la calle. Forzó un poco la vista y supo que tres coches por delante del suyo el orden había plantado un control militar. Estoy muerto.
Miró casi sin querer hacia la parte de atrás del coche y enseguida volvió a poner los ojos en lo poco que le quedaba de vida. Un armatoste militar estaba cruzado en la calle y dos soldados se colocaban a los lados del vehículo que llegaba, miraban a los ocupantes y les tomaban la documentación mientras otros guardias abrían el maletero.
Cuando pasó el tercer coche, él arrancó despacio hasta llegar a la altura del puesto improvisado. Creo que pensó que su vida no había sido perfecta, afortunadamente. Pero no habría estado de más que un golpe de suerte le hubiera librado de aquella noche con pinta de ley de punto final.
El soldado de la derecha encañonó la ventanilla en un gesto de rutina inoportunamente ofensivo. Si me vas a matar, al menos tómatelo en serio, cabrón. El que venía por la izquierda tardó unos segundos en alcanzar la altura del conductor, que ya había bajado la ventanilla por si su sonrisa retrasaba en algo su destino.
El soldado se acercó, inclinó un poco la cabeza, vio al conductor y fue a ordenar a los demás que registraran el coche, pero, de pronto, volvió a mirar adentro y habló con los ojos para acabar, sin saberlo, con todas las dictaduras de la Tierra:
– ¿Pero tú no eres el del fútbol?
– Sí, sí, claro.
– ¡Qué bueno, cuando lo cuente no se lo van a creer! Hay que ver cómo jugábais, daba gusto veros. Anda, pasa, pasa y que te vaya bien. Buenas noches.
– Sí, sí, claro.
– ¡Qué bueno, cuando lo cuente no se lo van a creer! Hay que ver cómo jugábais, daba gusto veros. Anda, pasa, pasa y que te vaya bien. Buenas noches.
Los soldados se separaron del coche y el parlanchín despidió con una mano sonriente al conductor, que se perdió en la tiritona de las jugadas que resumen al mundo.
Me lo contó hace muchos años, ante dos cafés solos de sobremesa, Ángel Cappa.
Tweet
Buenísima historia y gran nivel. Esta web reconcilia al fútbol con la escritura. Hacéis el mejor periodismo futbolístico que se cruza uno por los ojos. Felicidades.
ResponderEliminarEnhorabuena por la historia. Entrañable guiño a Cappa justo cuando se juega media liga con Huracán.
ResponderEliminarHuacán, Huracán, Huracán!!! A dos encuentros de la gloria. Menudo historión. Estremecedora
ResponderEliminarde cappa no me creo ni la mitad.
ResponderEliminarPor cierto, Cappa más cerca del título: Huracán 3- Arsenal 0. Líder a una jornada
ResponderEliminar